A los 150 días desde que salimos de Buenos Aires, viajamos al corazón de la cultura quechua y experimentamos la adrenalina de un mundo donde los rituales y la magia no pasaron de moda.

Maragua: 9 puntos siesta. Uno de mis pasatiempos en este viaje es ponerle puntaje a los pueblos donde dormimos la siesta. La estrella de esta crónica, Maragua, alcanzó la puntuación máxima en mi ranking de siestas hasta ahora.

Pero no es que se trate de un pueblo dormilón, sino que el descanso llegó después de caminar 17 km, atravesando el Camino del Inca con una bajada de 300 metros, para luego andar en subida otros 350 y llegar finalmente un cráter gigante, donde se encuentra enclavado este pueblito quechua. Un largo camino…

Para quienes hayan leído mi crónica anterior, les advierto que en esta la protagonista no será nuestra camioneta, sino nuestros cuerpos.

Ya íbamos por la tercera semana en Bolivia y llegamos a Sucre, que nos maravilló con su arquitectura colonial, la abundancia de cafeterías, tiendas, cervecerías y hasta chocolaterías. Una ciudad placentera, con una rica historia que involucra a todo el continente.

Paseo por el Parque Bolívar, centro de Sucre.

A Sucre le dicen la ciudad blanca. Y no se debe sólo a sus casitas coloniales pintadas todas de ese color, sino probablemente también, al carácter conservador y racista de parte de su población (ver documental sobre hechos de racismo en 2008)

Rafaela (Raphaëlle), nuestra amiga francesa que conocimos apenas entramos a Bolivia, ya nos tenía acostumbrades con sus propuestas de caminatas. Esta vez nos vino con una que constaba de 3 días andando por las montañas, atravesando carreteras intransitables para cualquier vehículo.

Chataquila, El Camino del Inca, Chaunaca y Maragua, eran los lugares que convenimos visitar con Rafaela. Ella llegaría hasta Potolo, que implicaba un día más de caminata y sumar unos 18 kilómetros al itinerario.

La recoleta, Sucre.

Bolivia me hizo notar más que nunca mi metro ochenta y monedas de altura ¡No entro en ningún lado! Siempre me choco contra todo, y en los lugares populosos mi cabeza gringa asoma por sobre las demás.

Otra: abandonar el espíritu controlador. Es una de las terapias que ejerce Bolivia sobre mí. Nada es seguro aquí. Es como si nuestra suerte no dependiera de nosotres. Es difícil de explicar, pero se siente parecido a estar mirando hacia abajo desde un precipicio, cuando te viene ese hormigueo en los pies. Si sopla un viento fuerte, te tira y no podes hacer nada para evitarlo. Sólo podes confiar.

Eso sentimos durante todo el camino hasta el cráter de Maragua. Ya en el bus -que anunciaba salir de Parada Ravelo a las 9 y salió a las 10.15- el choque cultural nos impactó. Veníamos de varios días en Sucre, ciudad blanca, y nos subimos a un bus 100% rural.

Junto a Rafaela, camino a tomar el bus en Parada Ravelo, conurbano de Sucre.

Lo primero: el olor. Coca, ajo, pimentón, cuerpos, pelo, saliva, gallinas, gasolina. Nadie hablaba castellano, todes en quechua, sin barbijo, con sus sombreros negros puntiagudos y mascando coca. Las trenzas de las mujeres llegaban casi hasta el piso. En el fondo, un chico con su celular nos volvía a situar en el siglo XXI: miraba una serie de penales relatada por un argentino a todo volumen.

El camino del Inca

Cartelería del Camino del Inca, Altura 3647 msnm, Chataquila, Sucre.

Llegamos a Chataquila, y bajamos por El Camino del Inca. Un sendero que conectaba esos territorios con la capital del imperio en Cusco, allá por la década de 1450. Caminamos con la francesa charlando de la vida: feminismo, diferencias sociales entre Europa, Latinoamérica y África, hasta que llegamos al primer desafío.

Con la Rafi a punto de empezar el sendero, Chataquila, Sucre.

El sendero se había derrumbado por completo y, para continuar el camino, había que escalar sobre piedras sueltas y barro mojado. Finalmente encontramos cómo bordearlo, alargando la caminata cuarenta minutos más pero -casi- sin peligro de muerte.

Nicole cruzando al borde el precipicio por el sendero derrumbado, Camino del Inca.

Como les decía, en Bolivia se experimenta mucho esa sensación. Pareciera que los dioses deciden si uno sigue aquí o no. Y las personas bolivianas se lo toman con total naturalidad.

Con lluvia, llegamos a Chaunaca, un pueblo de la comunidad Jalq’a, donde se habla quechua. Decidimos dormir ahí y no seguir hasta Maragua como era la primera idea.

Increíble paisaje llegando a Chaunaca con lluvia

Dormimos las tres en una Cabaña Comunitaria, un emprendimiento de turismo social para favorecer el desarrollo sustentable de las comunidades locales. Muy pintoresca la casita, que costaba 40 bolivianos por persona.

Yo mirando al sudeste en la cabaña comunitaria de Chaunaca.

Al día siguiente continuamos rumbo a Maragua, partimos de los 2700 msnm y llegamos hasta los 3050 msnm, que era la altura del cráter. El cuerpo se propone expandir sus límites. 12 kilómetros en subida, nada por delante más que perros hambrientos y mucho barro: tierra arcillosa color rubí, pegajosa y resbaladiza.

De repente una tienda emerge de la nada y una señora nos canta: «qué va a llevar, lleve alguito». Subimos a la tienda, dos niñes nos miraban sin hablar con sus ojos redondos de asombro. La doñita vendía dos o tres cosas: agua, galletas y papel higiénico. Compramos agua y conversamos unos minutos con estas personas de contadas palabras y mirada profunda.

-Aquí hacemos de todo. Trigo, maíz, papa, quinua, todito. No necesitamos nada-, contaba la cholita rodeada por el silencioso paisaje.

Panorámica de los cultivos, a lo lejos se ve la tienda donde compramos agua

Seguimos caminando hasta llegar al cráter de Maragua. No se sabe su origen, hay quienes dicen que es a causa de un meteorito o que allí estaba el mar, antes de que surja la cordillera de los andes.

Nicole y Rafi dentro del cráter de Maragua, llegando al pueblo.

 

Enterrados en Maragua

Dormimos la siesta de 9 puntos. No le pongo 10 por un esquema mental mío en donde nunca nada es 10, porque lo mejor siempre está por venir…

Al día siguiente Rafaela se fue bien temprano para Potolo. Nuestro bus a Sucre salía a las 12.00 y a esa hora estuvimos para esperarlo. Llegó 13.15.

Yo me puse a hacer dibujitos en la tierra con un palo y cada tanto sucedían cosas simples y bellas como una manada de toros enormes que te pasaba por delante, o un minero con su casco que se abrazaba efusivamente con una cholita soltando gritos en un quechua incomprensible para nosotres.

Manada de toros en la parada del bus de Maragua

No habíamos almorzado nada, creíamos que si el trufi (forma coloquial de llamar al bus en Bolivia) salía a las 12 a eso de las 14 estaríamos en Sucre, para comer unas salteñas en una salteñería. En Bolivia hay salteñerías y no, no son fábricas de humanos salteños, sino tiendas que venden empanadas ¡Las empanadas se llaman salteñas aquí!

Salteñería «Danny», centro de Sucre.

Subimos a el trufi, luego de haberlo esperado durante una hora y cuarto, y a los 10 minutos de camino, se quedó. Reinaba el silencio entre las personas, algunas murmuraban por lo  bajo sin creer lo que estaba pasando. El chofer se bajó con una sonrisa que iba desde su oreja, hasta el bollo de coca que le sobresalía por el cachete.

El motor del trufi seguía encendido. La expresión del conductor me hizo creer que sería algo fácil de resolver. Pero su cara se fue transformando poco a poco. Nos habíamos enterrado bien a fondo. El suelo arcilloso y mojado se tragó las dos ruedas derechas del camión.

Rueda trasera del trufi, enterradísima.

Estábamos en el medio de un cráter gigante habiéndonos alejado sólo 10 minutos de Maragua. Yo pensaba que tendríamos que volver a dormir en las cabañas comunitarias. Pero ni al chofer ni al resto de los pasajeros se les cruzó por la cabeza quedarse. Comenzó un nuevo desafío: sacar el trufi enterrado.

El pico y la pala fue lo primero que apareció. Parecía como si el chofer los tuviera en bolsillos. Los hombres tomaron la batuta de las herramientas y las mujeres se sentaron en un costado a observar la situación y calzarse más coca en la boca. Las guaguas (niñes) correteaban por ahí.

El chofer paleando la rueda delantera

Con respeto comencé a acercarme para ver cómo podría ayudar. Nicole y yo éramos las únicas dos personas blancas y no-quechuas del bus. Todes eran locales y sabían bien cómo actuar ante este tipo de situaciones.

Una vez despejadas las ruedas de tierra, el chofer hizo un gesto que yo entendí como «hay que empujar». Fuimos todos atrás del trufi para empujar, el conductor aceleró a fondo y… nada. De hecho, se enterró más.

Frustración. Pero nada de bajar los brazos. El conductor hablaba poco y en quechua. Creo que todes confiábamos en él. Como si fuera parte de su trabajo desenterrar semejante mamotreto japonés y dejarnos a cada une de notres en Sucre, sanos y salvos ¿El sindicato tendrá en cuenta el trabajo forzoso extra que hacen estos choferes? Preguntas peronistas en Bolivia.

La tripulación viendo cómo el chofer usa el pico.

Cuestión, que el conductor, nuestro héroe, desapareció. No sé si habrá avisado que se iba en su lengua natal. Pero toda la tripulación parecía sorprendida con su ausencia.

Había un chico joven, que era más inclusivo. Porque hasta ahora nadie nos había dirigido la palabra, ni un simple: de dónde vienen. Pero éste chico, que era muy voluntarioso (creo que era el sobrino del conductor, porque le decía Tío) me dijo: ¿argentinos?. Él había vivido en Rosario unos años con una tía que trabajaba allí.

Mientras el chofer no estaba el chico simpático agarró el pico y se metió debajo de el trufi a sacar tierra. El hecho era que el eje de las dos ruedas delanteras estaba totalmente encallado en el barro. Parecía una misión imposible desenterrar ese camión.


La tripulación se veía desconcertada. Hasta que, por el horizonte, heroicamente, reapareció el chofer sosteniendo él solo sobre su espalda un palo de 3 metros de largo. Algo así como una columna de madera o un poste de luz.

Tremenda potencia tienen las personas bolivianas. Trabajan como ensimismadas, sin quejarse, hablando poco y haciendo mucho. Con ese temple apareció el chofer y su palo salvador.

Juntando piedras una arriba de la otra, usamos el palo salvador para hacer palanca y levantar el trufi. Nos juntamos todes: cholitas, jóvenes y gringos (nosotres). La tarea, que repetimos varias veces, constaba de colgarse del palo y bajarlo hasta el piso, haciendo palanca para levantar al camión. Con el trufi en el aire, colocábamos las piedras debajo de las ruedas.

Yo, con mi camisa roja y mi boina, haciendo palanca junto al resto de la tripulación.

Una vez que logramos ponerle a las dos ruedas enterradas una base de piedras grandes, pesadas y filosas, el chofer volvió a encender el motor.

Fuimos atrás para empujar nuevamente. Esta vez con más confianza. Cerramos los ojos, empujamos, y con un chirrido del motor las ruedas traccionaron contra las piedras colocadas y el trufi salió disparado hacia adelante.

Nada. Silencio. Ni un aplauso. Ni un «¡bien!», todas las personas se subieron a al bus sin decir nada. Con Nicole atinamos a aplaudir, claro, en Argentina se aplaude cuando aterriza un avión o cuando termina una película. Aquí habíamos estado una hora y media desenterrando un mamotreto en el medio de la nada, y a la tripulación no se le escapó ni una sonrisa.

En fin, viajamos en el trufi rescatado durante unas 3 horas hasta llegar a Sucre. Nicole durmió casi todo el viaje. Supongo que como mecanismo para aguantar el hambre. No teníamos nada más que coca para mascar.

 

Final feliz

A las 18 hs llegamos a la ciudad y nuestra amiga de Francia, Rafaela, estaba esperándonos desde las 14 hs. Fue hasta Potolo caminando 18 km y viajó hasta Sucre en menos tiempo que nosotres… Tenía sus cosas en nuestra camioneta por eso nos esperó. Estaba preocupada por nuestra tardanza.

Nos encontramos en la plaza central de la ciudad, volvíamos a occidente. Y fuimos les 3 a almorzar (a las 18 hs). Rafi, conociendo nuestra economía, nos dijo: vamos al mercado a comer comida callejera. A lo que respondí hambriento: vamos al lugar más caro de Sucre, no me importa nada, solo que esté cerca y tenga comida caliente.

Palacio Nacional, frente a la plaza central de Sucre.

En la esquina de la plaza estaba el Café Metro, un boliche pensado más bien para gringos o clase media sucreña, pero no era tan caro al final. Con Nicole comimos una carne a la strogonoff (con una salsa rica de hongos). Rafi comió sushi sin pescado.

Terminó muy bien nuestra aventura. Completita. Nos despedimos cariñosamente de Rafi, que seguía su viaje hacia Perú y, nosotres, nos dirigimos hacia La Huerta de la Nona, donde conoceríamos a Doña Su (La Nona) y a Yaku (viajera cordobesa). Pero esa es una historia, larga y linda, para otra crónica.

Mateo ♡

Podes compartir esta crónica en tus redes:

Compartir Compartir

Retwittear Retwittear

Reenviar Reenviar

Si querés recibir más historias como ésta:

¡Suscribite!

Podés seguirme en Instagram como @viajero.real.visceralista haciendo click aquí:

Instagram Instagram

 

 

 

This email was sent to *|EMAIL|*
why did I get this?    unsubscribe from this list    update subscription preferences
*|LIST:ADDRESSLINE|**|REWARDS|*