Eran las 9 de la mañana y la estación de ómnibus se derretía, el calor de La Habana se sentía como dulce de leche pegado en la piel. Una intermitente brisa provenía de los ventiladores, interrumpida por los apagones. Estábamos esperando el bus para ir a Viñales, un pueblo en la provincia de Pinar del Río (cuna del mejor tabaco del mundo) cuando me entraron unas ganas tremendas de cagar. Ir al baño en una terminal de una capital tercermundista siempre es un desafío para nuestros cuerpos pasteurizados por la microbiología, aunque estoy seguro de que con lo caliente del ambiente, cualquier bicho moriría.

Bajé unas escaleras, el baño estaba en un subsuelo oscuro. Un señor estaba al lado de los mingitorios, sentado, con los codos sobre una mesa, mirando un televisor de tubo pequeño, con una imagen lluviosa. Había que pagarle 3 pesos cubanos para usar el baño. El billete de 3 lleva la cara del Che Guevara, entonces le pagué con uno de 5 y una moneda así me daba un Che para mi colección. “¿Papel?” me preguntó el hombre. Asentí con la cabeza y el señor me dio unos retazos del periódico más importante (sino el único) de toda la isla: El Granma, que lleva el nombre del famoso barco que arribó al país con el grupo de guerrilleros que daría inicio a la revolución.

Ya sentado en el trono, me puse a leer noticias cubanas mientras hacía lo mío: La cantidad de motos eléctricas que ingresaron al país en los últimos cinco años alcanzan un total de se corta la página. Los trozos de periódico (ahora papel sanitario) no están divididos con criterio periodístico, pero me divertía imaginar el final de las historias: solo 1.000 motos, las 200.000 restantes fueron producidas por la empresa estatal MotoCuba. La ensambladora nacional ubicada en la provincia de Matanzas utiliza piezas producidas por China y Brasil. Pero claro, es todo fantasía, porque debido al bloqueo, un barco que toque puerto cubano no puede navegar por las costas estadounidenses por años (por la Ley de Comercio con el Enemigo de EE.UU.) y ni China, ni Brasil, quieren eso para sus flotas mercantes.

Terminé de leer todo y pasé a utilizar la segunda (y más importante en ese momento) función del periódico, que cumplió incluso mejor que un típico papel higiénico. No es la primera vez que me limpio con algo improvisado (existen las emergencias), pero mientras usaba El Granma en la estación de ómnibus pensaba ¿A cuánto culito rosado de bidet no le vendría bien un poco de tinta en el orto?

Caminando por ahí me di cuenta que la imposibilidad de desechar productos al océano y comprar nuevos, lleva a las personas a utilizar al máximo su ingenio. Por ejemplo, es común ver a la gente en la puerta de su casa, en la vereda, con mesitas plegables llenas de minúsculas piezas y algunas herramientas, desarmando electrodomésticos para repararlos. En el barrio, se intercambian piezas como figuritas del mundial y las herramientas se prestan sin recelo.

Nuestro vuelo partió de Bogotá, y desde el avión la ciudad se veía brillar como un sol en medio de la noche. Cuando llegamos a La Habana las calles estaban oscuras, igual a las de un pequeño pueblo, pero asfaltadas y encerradas entre edificios coloniales. En Bogotá transitar por una calle oscura es un susto asegurado, no quiero contribuir al estigma de ciudad gótica que lleva la capital colombiana, pero esas personas que deambulan por la noche bajo los efectos de drogas de mala calidad, en ese trance que oscila entre la realidad y otra dimensión, por lo menos nos hacen acelerar el paso. En La Habana, la oscuridad no da miedo, se puede caminar a tientas, siguiendo la luz de una vela que ilumina una partida de ajedrez en el cordón de la vereda, o guiado por los gritos de unos chicos jugando a las canicas bajo un único farol.

Estamos acostumbrados a ver en las calles céntricas a los pobres que hacen campamento dentro de los cajeros automáticos, que se burlan de la caridad amotinados en las escaleras de las iglesias y mean las columnas de la democracia en los edificios públicos. Nada de esto sucede en Cuba, la ciudad, que sigue en guerra con Estados Unidos, se derrumba, pero no usa a las personas como carne de cañón. El Estado se ocupa de que la gente tenga lo mínimo: comida y dientes para comerla.