La movilización del 7 de agosto de 2022 en Bogotá siempre se recordará. Estuvimos ahí, entre la multitud, celebrando la llegada de la primera dupla presidencial de izquierda de la historia de Colombia.
Marchamos a paso lento hacia el centro de Bogotá por la Carrera Séptima. Unos chicos emergen de la multitud como renacuajos del agua, alrededor de 10 pelados (como le dicen a los jóvenes en Colombia) se mueven entre la gente como si la calle fuese su hábitat natural, uno de ellos lleva una pelota de fútbol: se gritan, se ríen, corren. El que lleva la pelota se pone en frente a un grupo como de 20 policías: son una masa fosforescente, refractaria, replegada en un costado de la vereda. El chico grita «agente, agente» y le tira la pelota con el pie, el policía, con un movimiento tosco, limitado por su uniforme, para la bocha y le devuelve el pase (mal) al pelado que busca la pelota divertido.
Caminar por la famosa carrera séptima de Bogotá siempre es una actividad emocionante. Se escucha mucho un término en la ciudad que es «septimazo» que significa atravesar la calle séptima. «Pegarse un septimazo» es toda una experiencia, pero más aún en el contexto de la asunción del primer presidente de izquierda de la historia de Colombia.
Nunca había habido una movilización social por la asunción de un presidente en este país. Siempre ha sido un acto protocolar, con invitados especiales ¿El pueblo? excluido. Hoy la gente se reúne en los parques del centro de la ciudad, cerca de la plaza principal (Plaza Bolivar) donde será el acto de toma de posesión de Gustavo Petro y Francia Marquez (esa plaza sí está cerrada al público general). Cada parque del centro tiene un escenario, con pantalla gigante y equipo de sonido; están cercados con vallas, para entrar hay filas larguísimas. Ahí vamos, ahí va el pueblo. Elegimos el Parque de los periodistas (o parque Gabriel García Márquez) porque nos gustó el nombre, tenemos un Fernet Branca en la mochila y una Coca-Cola en la mano (vamos a manguear el hielo). La policía custodia las vallas y claro, la gente empieza a pedir que las abran, no hay tiempo para hacer filas eternas. Del lado de adentro de la valla aparecen unas personas encapuchadas, sus caras están totalmente cubiertas con una especie de pasamontañas, no sabemos de donde salieron. Escucho a un hombre decir: si acá se complica, estamos mal parados. El grupo encapuchado también le pide a la policía que abran las vallas, presionamos entre todes y la policía decide abrir. Se arma un embotellamiento de gente, bien apretado, muchos empezamos a gritar «¡Despacio, no empujen, despacio!». Hay un hombre con un carrito vendiendo golosinas, la policía le dice que no puede entrar, las personas encapuchadas lo notan y también le piden al del carrito que no avance. Después de varios forcejeos, lo logramos, estamos adentro, perdí de vista al del carrito.
En el parque reina la alegría: suenan tambores, maracas, hay familias enteras disfrutando, mucha gente joven celebrando con un ron o aguardiente. El clima está tranquilo, pero se siente como si una chispa pudiera hacer estallar la estabilidad en mil pedazos. Un país con 800.000 muertos por el conflicto, que ha vivido (y en parte vive) en guerra y donde la violencia es algo cotidiano, está viviendo por primera vez la esperanza de tener un presidente y una vicepresidenta de izquierda.
Armamos un fernet y le compartimos a unos muchachos que estaban ahí cerquita, eran paisas (como les dicen a los oriundos de Medellín) ¿Fernet con coca? -me animo a decir- ¿Cómo? Si quieren fernet con coca, es una bebida argentina. Ah sí, yo la conozco, dice el más simpático. Toman contentos y nos invitan de su cigarrillo de marihuana envuelto en hoja de tabaco (el famoso «blon»). La alegría y la esperanza se matizan por momentos, porque Petro desde el escenario, ya con la banda presidencial colgada, habla de todo: nombra hechos como los reclutamientos de niños por las guerrillas o los niveles de desnutrición del país. También habla de las muertes por sobredosis de cocaína en Estados Unidos, de garantizar la salud y la educación pública y gratuita. Saluda (entre vítores y abucheos) a la Iglesia, a vendedores ambulantes, a empresarios, a campesinos y campesinas. La gente está sensibilizada y muy pendiente de lo que el nuevo mandatario, ex guerrillero del M-19, dice.
Una pareja de la generación de mi madre y mi padre, está frente a nosotres y se nota que sufren profundamente las calamidades por las que ha tenido que pasar su pueblo. El hombre usa una pipa para fumar tabaco, tiene una boina de pana color bordó y una barba blanca con unos toques de amarillo. Ella usa el pelo blanco, largo y suelto como muchas mujeres militantes que van a las plazas a pedir por sus derechos. Se abrazan y se apoyan mutuamente. De repente, entre el hombre y yo, hay una conexión. Yo me siento espejado, como si esa pareja colombiana que hace años viene pidiendo por igualdad, por inclusión y por paz en su país y nosotres, dos jóvenes de Argentina viajando por América Latina militando también por esos derechos, fuéramos lo mismo a pesar de la distancia y de la diferencia generacional.
Esa burbuja emotiva que me hace sentir dentro de un cuento de Gabriel García Márquez se pincha y empiezo a sentirme mal. Por un lado la multitud me agobia, me siento un poco asfixiado entre tanta gente y en otro país donde no manejo los códigos. En pocas horas se va a poner oscuro y tenemos que atravesar toda la ciudad, unos 22 kilómetros hasta donde estamos parando. Al mismo tiempo me empieza a doler el pecho, un dolor punzante del lado izquierdo que me asusta. Le digo a Nicole que me siento mal y de a poco iniciamos la vuelta.
Mientras estaba en la asunción de Petro escuchando su discurso sobre la salud pública, no pensé que tendría que vivir en carne propia al sistema de salud Colombiano. Amanezco a las 5 am por el dolor, desayunamos arepas con huevo y café y salimos a buscar un taxi. Llegamos a la guardia y un tipo de seguridad nos para y nos dice que solo puede entrar el paciente «él habla perfectamente el español» dice, y le cierra la puerta en la cara a Nicole, no podemos decirnos ni chau. Cierra con un candado el portón de la guardia y me pide mis datos.
La sala de espera está llena y la escena es parecida a la de cualquier guardia de urgencia de un hospital en una ciudad capital: gente llorando, sangrando, retorciéndose de dolor. Lo que llama mi atención es que detrás de toda esa gente, al fondo, hay un cartel luminoso que dice: «Facturación». La oficina de facturación tiene aspecto lúgubre, está habitada por tres personas y ellas son las encargadas de determinar si podes salir del hospital o no ¿Cuál es la forma de salir? demostrando quién está pagando por tu salud. O pagas vos, o paga tu empleador o un subsidio, lo que sea, pero sin el debido proceso administrativo y la factura emitida por esa oficina, no te abren la puerta del hospital.
Pasan las horas, me revisan, me dan drogas, siguen pasando las horas; espero, me hacen estudios, llegan las 2 de la tarde y ya hace 6 horas que estoy adentro de la guardia sin poder salir. Finalmente me llaman por mi apellido y me hacen la factura donde dice cuánto tengo que pagar. Como no dispongo del efectivo, me mandan con la trabajadora social. Ella me ayuda, toma mis datos y me dice que si tengo paciencia me hace el documento que me permite salir de la guardia «hay varios extranjeros en la misma situación que vos, vas a tener que tener paciencia». Espero una hora más y llega el preciado papel. Después de 7 horas, finalmente soy libre. El guardia saca el candado, abre la puerta y Nicole está del otro lado esperándome; nos abrazamos, todo está bien, el diagnóstico no es grave. A seguir viajando y pidiendo en cada país a donde vamos porque la salud sea pública y gratuita.