En el mercado soy más extraño que nunca. Hay verdura, pollos enteros sobre las mesadas sin refrigerar, cabezas de chancho, patas de res (con pezuñas y todo), frutas traídas del amazonas y gente local: indígenas, cañaris, mestizos; el pueblo que se abastece para la semana buscando los mejores precios. Siempre llamo la atención en los mercados andinos por mi metro ochenta de altura y mi tez blanca (en definitiva, mi extrema gringuez), pero esta vez soy más extraño que nunca. La mirada de la gente se siente pesada, crítica, pegada en mi nuca ¿Qué hace este gringo acá? ¿De dónde viene, si nadie puede entrar ni salir del pueblo? Quise comprar una docena de huevos, “solo 5 huevos por persona veci”, me dice la doñita del almacén. Hay desabastecimiento. Tuve suerte de encontrar ese almacén abierto, muchas persianas están cerradas acatando el paro. La sensación es de ahogo, de encierro; nadie entra ni nadie sale del pueblo, salvo los indígenas que van para Quito en camiones a levantarse contra el gobierno del (por ahora) Presidente Lasso. t

Llegamos a los 300 días de viaje en una situación muy particular: encerrades en El Tambo, un pueblito indígena en medio de los andes ecuatorianos. Es raro no poder moverse por fuerza mayor, durante estos 300 días siempre pudimos ir a donde queríamos, cuando queríamos. Estamos totalmente a favor del paro de la CONAIE (Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador) y su admirable capacidad de movilización, pero van 16 días de cortes de rutas y se vuelve pesado para un par de viajantes de Argentina.

El lugar donde estamos parando es un refugio. Es la hostería del pueblo, se llama Cuna del Sol y está cerrada al público, totalmente vacía. Juan Pablo es el hijo de la dueña y durante el día se encarga de mantener todo el predio turístico en buen estado para reabrir en un futuro. Hay dos canchas de fútbol, una piscina, un salón de fiestas (que es lo único que funciona), una sala de billar y hasta una discoteca. Por las noches Juan Pablo se va y la hostería vuelve a quedar vacía. Dormimos en la camioneta, usamos la enorme cocina, convivimos con tres perros y tres llamas; los perros si no me equivoco son pastores belgas y las llamas, son llamas. Estamos atrapades en el paraíso, pero no puedo dejar de relacionar este momento con la cuarentena, porque el encierro, creo, opera directamente sobre la mente.

Me gustaría hablar de los 299 días anteriores a este, aunque me cuesta con un presente tan potente. Recuerdo el día que salimos de casa: todas esas incertidumbres se convirtieron en más incertidumbres y todas las certezas fueron nuestra fortaleza. “El viaje es una vida dentro de su vida”: así nos dijo antes de salir Quique, el abuelo de Nicole que ya pasa los 80 años. Se siente un poco así, como un sueño, como un tiempo fuera del tiempo. Y claro que es la vida también, porque no se puede entrar y salir de la vida cuando uno quiere ¿o sí? Tal vez ese sea el famoso arte de vivir, poder cambiar de lugar, de personaje, de trabajo, de deseos. Por ejemplo: nunca pensé que iba a trabajar como leñador en los andes ecuatorianos a cambio de poder usar las instalaciones de una hostería cerrada al público.

En la hostería nos sentimos como en El Resplandor de Kubric. Aunque a veces me siento más cerca de esa frase “sin televisión y sin cerveza, Homero pierde la cabeza”, por suerte hay internet y el desabastecimiento no llegó a tanto como para que se acabe el alcohol en el pueblo. No hay gasolina, pero hay cerveza. La hostería está en un terreno tan grande que aún no pude conocerlo por completo. En las noches heladas los ruidos retumban por todo el edificio vacío y la oscuridad es la reina del páramo. Pero nos estamos curtiendo, si hay una palabra que resume el efecto de este viaje es esa: curtirse. Curtimos cada una, cada noche incierta en un bosque perdido, cada secuencia de frontera, cada ruta que creíamos que no saldríamos vivos, cada frío espeluznante, cada paro nacional indígena.

Esta mañana número 300 me levanté en la mitad del mundo, me estiré mirando al sol de frente y saludé a los apus: las montañas que cuidan a les habitantes de los andes. Después la invité a Nicole a tomar el café al sol (eran las 7.30 am). Le dije que me encanta vivir con ella en la montaña. Leí la novela de un amigo argentino e intenté memorizar un poema boliviano, escribí cosas en mi cuaderno, inventé un personaje (que también escribí en mi cuaderno) mientras era rodeado por los 3 pastores belgas que insistían en jugar con su palo de madera. Hice yoga al lado de una piscina profesional que no usa nadie y me puse a trabajar armando una montaña de unos 3 metros de alto, con ramas y troncos sobrantes de una poda monumental, que mañana quemaremos con Juan Pablo. Aproveché la mega cocina de la hostería haciendo mi primer pollo frito rebozado. «Lo cotidiano se vuelve mágico» como canta la Negra Sosa, y ese es otro de los grandes aprendizajes de este viaje.