Estábamos en Salvación -un pueblito en medio de la selva amazónica peruana- donde pasamos 2 semanas muy transformadoras. Nuestro siguiente destino era en la costa y para llegar desde la Amazonía hasta el Océano Pacífico tuvimos que manejar durante 4 días seguidos.
Foto: Dejando atrás la selva amazónica, camino a las sierras
10 horas de Salvación a Cusco, subimos de la selva a la sierra. 12 horas de Cusco a Puquio, atravesamos toda la sierra. 8 horas de Puquio a Ica, bajamos de la sierra al desierto. 2 horas de Ica a Paracas, llegamos al mar.
Una mañana salí a caminar por la costa de Paracas y me topé con un mural del General San Martín en una plaza que conmemora el llamado Desembarco de Paracas de 1820. Me vino a la mente mi maestra de cuarto grado, Isabel, frente a una clase desatenta, diciendo como un versito: «San Martín liberó Argentina, Chile y Perú».
Caminé unos metros más, metido en la historia, y me senté frente al mar con la espalda apoyada en una palmera, o era un mástil y estaba sentado en un muelle, no recuerdo bien. Flotaba una bruma en el aire que comenzaba a envolverme. Una parte de la historia del continente está al alcance de quienes son capaces de mirar la vertiginosa extensión del mar. O no, tal vez la historia del continente ya esté sumergida en este océano, o sumergida en la mismísima nada.
Foto: Placa conmemorativa donde se ve la bandera de Perú y la bandera de Paracas
La bruma se había convertido en una neblina blanca y espesa que cubría toda la playa. Me estaba preparando para volver a caminar, cuando noté la presencia de una anciana a mi lado o enfrente mío, usaba un vestido que podría ser anaranjado o azul y llevaba una canasta con frutas ¿O era una bolsa con pescado fresco?
– Buenos días, joven ¿De dónde nos visita?- me preguntó con voz delgada.
– Qué tal señora, vengo desde Argentina, estoy recorriendo Sudamérica en combi.
– Ah, argentino como San Martín: El libertador- cuando dijo libertador hizo un ademán con sus manos como de grandeza o solemnidad, dejando caer la bolsa de pescado que cargaba. Ella no le dio importancia.
La anciana parecía mucho más joven de lo que mostraban las arrugas de su rostro. Como si su piel hubiera atravesado más de un siglo de vida, pero sus músculos y articulaciones fueran las de una adolescente.
Le pregunté si conocía la historia del desembarco de Paracas, asintió con la cabeza y de pronto comenzó a temblar, temblaba como si su alma quisiera saltar hacia afuera. Una voz gruesa y áspera como la arena oscura salió de la garganta de la anciana o adolescente con piel arrugada, a quién se le habían vuelto los ojos completamente blancos.
El agridulce olor a pescado muerto y sangre humana impregna todo el cuerpo del General San Martín. El vicealmirante Cochrane -que era inglés, y se nacionalizó chileno a pedido de O´Higgins- lo tenía cansado, harto con los berrinches que hacía en torno a sus decisiones estratégicas. Pensó varias veces en echarlo por la borda y alegar un enfrentamiento con los españoles como causa de su desaparición.
El mar lo volvía loco a San Martín, siempre se destacó por sus contiendas terrestres. En cambio, el azul infinito le daba náuseas, impresión, un vértigo que lo hacía parecer un soldado que carga por primera vez en sus brazos un fusil de asalto. El vicealmirante Cochrane no hacía otra cosa que molestarlo: “deberíamos evitar navegar por la costa, los realistas alcanzarán nuestras naves con sus cañones, les tomará minutos hundirnos” y otras quejas siempre desalentadoras.
Desde Valparaíso, la primera parada fue en Tacna, lo que hoy es el límite entre Perú y Chile. El general argentino llegó exhausto, sufría dolor de cabeza y estaba fastidioso por no haber podido llevar la bandera de su país en la flota. Resulta ser que después de liberar la ciudad de Santiago de Chile, las tropas se dividieron: una parte fue para el norte a pelear con Juana Azurduy por la liberación de Bolivia y otras siguieron a San Martín para pelear en Perú. El encargado de guardar la bandera Argentina que iba para el puerto de Valparaíso se equivocó y la mandó directo a Bolivia. La flota que salió para Perú al mando del general argentino, navegaba con bandera chilena.
Luego de una parada rápida en Tacna -pues las alarmantes acotaciones del vicealmirante Cochrane sobre los posibles ataques en las costas no eran para nada delirantes- continuaron rumbo al norte habiendo recibido una donación por parte de unos pescadores (que no eran ni Chilenos ni Peruanos aún) y apoyaban la independencia. Algunos se ofrecieron como voluntarios y se sumaron a la expedición.
Navegaron 19 días desde Chile a Perú para llegar al destino: Paracas, una península de aguas tranquilas al sur de Lima. La idea de San Martín de tomar la península de Paracas se basaba en tener una base militar cerca de Lima para poder sitiar uno de los últimos bastiones del imperio Español, la entonces llamada Ciudad de Reyes.
No hubo nada que tomar, pues en Paracas solo había un vigilante de la caballería española que ni bien vio llegar a los barcos libertadores galopó velozmente rumbo al norte. San Martín y otros oficiales de alto rango instalaron sus oficinas en estancias que pertenecían a familias españolas ricas.
El general, en tierra firme, ya recuperado de sus mareos y dolores de cabeza, recibió una mañana en su despacho al representante del pueblo: un criollo de madre española y padre afroamericano, de baja estatura pero bien fornido, que llevaba un lienzo enrollado bajo el brazo que Don José creyó que era un mapa. El hombre se presentó con solemnidad y luego dijo que lamentaba interrumpirlo en su labor matinal, pero era un asunto importante. Pues la asamblea del pueblo estaba decidiendo los colores para la nueva bandera de Paracas y deseaban honrar al libertador eligiendo los colores de su país de origen: Argentina.
El general, halagado, le agradeció al representante del pueblo por tal reconocimiento y le pidió que le muestre el diseño. Él, con sus manos morenas y fuertes, desenrolló el lienzo que llevaba bajo el brazo y desplegó una gran bandera donde brillaban un fuerte rojo carmesí, con una franja azul marino y otra blanca. Eran los colores de la bandera chilena.
San Martin le quitó de un manotazo la bandera, la hizo un bollo y la tiró sobre el escritorio exclamando con una cara rabiosa:
– ¿¡Esto es una broma!?
– Lo siento mi general -se disculpó temblando el hombre- es que tomamos como referencia la bandera que está en su barco. Lo confirmamos con el vicealmirante Cochrane y él nos dijo que usemos estos colores.
– Cambie ahora mismo esa bandera por una celeste y blanca, como esta -le entregó la escarapela que llevaba como prendedor en el cuello de su uniforme.
Salió de su despacho con pasos largos y rápidos, iba sin su gorro y con el cabello despeinado, atravesó toda la playa preguntando por el vicealmirante Cochrane, pero este no aparecía por ninguna parte. Se había esfumado. El chileno había desertado y regresado a Valparaíso con una de las embarcaciones.
La anciana de pronto dejó de temblar y sus pupilas volvieron a fijarse en las mías. Ya no había bruma en la playa y el sol quemaba un poco mi piel. La señora me miró con una expresión tierna, como si me fuera a ofrecer una taza de té, y me pregunto en voz baja: buenos días joven ¿De dónde nos visita?
Foto: Atardecer en Paracas