Durante nuestro viaje por Argentina y Bolivia conocimos muchas personas. En esta edición de Viajero Real Visceralista describiré sólo a algunas de ellas: El Ruso de La Rioja, Lalo de Jujuy y La Nona de Sucre, Bolivia. Todas nos recibieron en sus casas gratis y nos compartieron su forma de ver el mundo.

 

El Ruso: Santa Vera Cruz, La Rioja. Octubre 2021

Foto: El Ruso y parte de su familia

De recomendación en recomendación nos movemos. De pueblo en pueblo, buscando algo que nos haga quedarnos. A veces siento que el movimiento constante me agota. Otras, siento que me potencia.

Anduvimos por La Costa riojana, una ruta que serpentea por las sierras de Velasco. De Sanagasta al río de Huaco, ahí nos bañamos, de Huaco a Pinchas, ahí visitamos a mi amiga Gianina, de Pinchas a Chuquis, ahí dormimos, de Chuquis a Anillaco, ahí sacamos plata de un cajero, de Anillaco a Santa Vera Cruz, ahí conocimos al Ruso.

Un amigo ya me había dicho que en Santa Vera Cruz había una cooperativa y que vivía el Ruso que recibía viajantes. Pero lo más sorprendente fue que en la plaza de este pueblo de 250 habitantes me encontré con un conocido del barrio: Santi.

Foto: Encuentro con Santi en la Plaza Central de Santa Vera Cruz

Resulta que Santi se había quedado atrapado en medio de su viaje, por la cuarentena, en el paraíso: Santa Vera Cruz, La Rioja. Decidió quedarse a vivir un tiempo ahí. Como 18 meses, algo así. Y justo el día que llegamos al pueblo, un sábado, era su cena de despedida. Se iba para seguir viaje.

El Santi nos llevó para lo del Ruso. De hecho, lo llevamos nosotres a él, en el furgón de nuestra camioneta-casa. Cuando llegamos vimos salir de adentro de una casa de piedra a un tipo joven, de unos 40 años, se lo notaba en medio de algo, atento a varias cosas al mismo tiempo o pensando en nada mientras hacía muchas cosas.

Nos saludó con una sonrisa picaresca y un pedazo de pasto que colgaba de una de sus rastas. «Hola, el Ruso», se presentó. Contamos rápidamente nuestro proyecto: camioneta camperizada, trabajamos mientras viajamos, sociólogo, periodista. No mucho más.

A los 10 minutos estábamos sentados en la mesa de su casa, junto a su familia, que incluía a sus 3 hijes que recién llegaban de la escuela y a Mora, compañera de la Coope, y a un voluntario, Gabriel.

Teníamos unas verduras en la camioneta que sirvieron como aporte a la mesa colectiva que se había conformado de repente. Ellos nos invitaron de su comida y compartimos un almuerzo familiar. Me sentía como en esa casa en esa mesa.

El Ruso y su familia reciben voluntarios y voluntarias para trabajar en la quinta, que es grande y tiene varios proyectos dentro de ella. Y a su vez, forman parte de una cooperativa que se llama Cuchiyaco, el nombre del pueblo antes de la colonización, en tiempos donde diaguitas y quechuas habitaban la zona.

Foto: Disfrutando de la quebrada de Santa Vera Cruz

Terminamos de comer, colaboramos con los platos y el orden y le dijimos al Rusito que no teníamos donde dormir esa noche, e inmediatamente nos dijo que podíamos estacionar la camioneta en la puerta de su casa y usar el baño y la cocina de les voluntaries cuando quisiéramos.

Escuchamos que hablaban de un asado en la casa de una pareja porteña que, como Santi, también se iba esa noche del pueblo. Se notaba que iba a ser una cena grande, con mucha gente del pueblo y compas de la Coope.

En un momento, así al pasar, como solía decir las cosas el Ruso: livianas y sin mucho preambulo. Nos dijo: «¿Vienen, no?» Nosotres con los ojitos brillosos sentimos que el Ruso había dicho exactamente las palabras que deseábamos. Asentimos preguntando si no era molestia y qué podíamos aportar, y nos dijo que éramos bienvenidos, que no nos preocupáramos por nada. A lo que respondimos que llevaríamos una birra y dos vinos.

Foto: Nicole en el Castillo de Dionisio, una de las excéntricas atracciones del pueblo

Llegamos en diferido a la cena. Nicole se quedó conversando con Mora mientras ella elaboraba sus alfajores de algarroba y yo fui antes a ayudar a Santi con el fuego. Cuando llegué a la casa donde tendría lugar la cena, estaba todo oscuro. Todo el pueblo estaba sin luz. A medida que (no)veíamos llegar a los comensales, nos presentamos entre risas, bajo la tenue luz de unas velas. La gente que llegaba no tenía ni idea de quiénes éramos Nicole y yo, pero nos recibieron con la misma calidez que sentimos al llegar a la casa del Ruso.

El monte de Santa Vera Cruz nos envolvía con la profundidad de sus montañas, plagadas de cactus San Pedro, algarrobos y animales que nos acompañaban sigilosos. Bajo las estrellas, en un horno de barro, ardían las brasas que cocinaron la tira de asado y el vacío que comeríamos más tarde a la luz de las velas.

En medio de la cena se hizo la luz, que fue recibida con un fuerte aplauso y gritos de alegría. También hubo algunas risitas y miradas incómodas, porque ya nos habíamos acostumbrado a la poca luz y a ese ambiente como de taberna medieval, donde todes comíamos casi sin ver nuestros platos, bebíamos vino y soltábamos carcajadas sin temor a que se nos note un pedazo de carne entre los dientes o nuestras caras rosadas de vino.

Ya con plena luz, terminé la noche tocando en la guitarra canciones de León Gieco, Charly, Spinetta y Fito que la mesa entera acompañó con un afinado alboroto de voces y palmas.

Al otro día era domingo y nos teníamos que ir a encontrarnos con mi papá y mi mamá que nos esperaban en Aimogasta, para encarar un viaje juntos por Catamarca. Nos costó mucho despedirnos del Ruso y de su familia, prometimos que volveríamos y agradecimos de todo corazón su hospitalidad y su amor. También saludamos a Santi, que temprano emprendió su viaje hacia nuevos rumbos.

Lo prometido es deuda: volvimos y nos quedamos una semana más en ese pueblito encantador, compartiendo más con El Ruso, su familia, la Cooperativa, el Kiosko del Zurdo, la casa del Ato y muchas otras personas y lugares que no me alcanzaría esta breve crónica para describir como se merecen.

Vayan a Santa Vera Cruz a respirar la magia que flota en el aire de ese lugar.

 

Lalo: Huacalera, Jujuy. Diciembre 2021

Foto: Con Lalo en nuestro último día en su casa

Era noche buena, en Tilcara. Salimos de un restaurante con la panza llena y el corazón contento. Estábamos algo sensibles, fue la primera navidad lejos de casa y, por muy agnósticos que seamos, la nostalgia se volvió universal en esa fecha.

La plaza navideña estaba muy tranquila, nos encontramos ahí con una pareja amiga de viajantes de Mendoza (@misionamerica) con quienes habíamos compartido unos días en Iruya. Elles llegaron con otra pareja que estaba viviendo hace unos meses en Tilcara, alquilando un depto muy barato.

Compartíamos un vino y anécdotas viajeras bajo el frío cielo jujeño, cuando la pareja que estaba viviendo en Tilcara nos habló de Lalo. Un geólogo tucumano que recibe gente a través de la aplicación CouchSurfing. Nosotres conocíamos la aplicación, pero nunca nos habíamos hecho un perfil. Se trata de una red que conecta dos tipos de personas: viajantes y anfitriones. Les viajantes necesitamos un lugar para dormir y les anfitriones nos reciben en sus casas sin cobrarnos un sólo centavo. ¿Suena loco, no? ¿Por qué alguien te daría hospedaje en su casa sin recibir una remuneración a cambio?

Este paradigma se rompe al viajar y quienes crearon Couchsurfing lo aprovecharon. Vale decir que la aplicación es gratuita tanto para viajantes como para anfitriones, podes pagar si queres tener algunos beneficios, pero eso es cosa de gringos. En Sudamérica usamos las aplicaciones sin pagar membresía.

Creamos el perfil en la aplicación y buscamos a nuestro anfitrión. En el calendario de la app tenía todo ocupado, pero Nicole le escribió de todos modos. Lalo nos contestó diciendo que podíamos pasar a visitarlo por la tarde. Y eso hicimos. La entrada a la casa era un tanto rebuscada, Google Maps no tenía ni idea cómo entrar. Llegamos a una especie de garage desde donde subía un camino con escalones, bien espaciados entre sí. Al final del camino nos recibió un perro enorme. De pelaje marrón oscuro, con su cara simpática, de donde colgaban unas mejillas chorreantes y un hocico grande que podría ser amenazante.

Nos acercamos con pasos cuidadosos y los típicos ademanes payasescos que hacemos los humanos para que los perros no nos ataquen. Pero el animal empezó a soltar unos ladridos graves y profundos, con una fuerza digna de una bestia cuando se escuchó desde el fondo un «¡Oqui, tranquilo Oqui!».

Foto: Selfie loca con Oqui y con Lalo de fondo

Por una puertita apareció Lalo. Era un hombre de unos 60 años, de pelo y barba blanca, de baja estatura y con paso ligero. Vestía con ropa de trabajo, camisa y pantalón de grafa, todo en el mismo tono de beige. El tucumano se nos acercó y con una sonrisa risueña, se disculpó por los ladridos de Oqui y se dirigió a Nicole preguntando si era ella la que le había escrito por la aplicación.

Lalo hablaba rápido y a la misma velocidad que soltaba las palabras aumentaba la confianza entre les 3. No hubo rodeos, entramos directamente en los temas profundos e importantes. El tucumano se mostraba interesado en nuestra forma de ver el mundo, a pesar su velocidad para conversar, siempre nos escuchaba con atención.

Nos habló de Eureka, su proyecto, su casa, el lugar donde estábamos conversando en ese mismo instante. La palabra le remitía a la sorpresa, a ese momento de descubrimiento, donde aparece lo nuevo. Lalo es un aventurero, cambió de hábitat (de la ciudad de San Miguel de Tucumán a Huacalera, en la quebrada de Humahuaca) y compró un terreno pelado que poco a poco convirtió en el paraíso que es hoy el proyecto Eureka.

Foto: Vista del proyecto Eureka

— Se aprende mucho del desapego con esto de recibir viajeros -dijo en una de las charlas en su mesa de madera gruesa y larga- la gente llega y uno se encariña, pero entonces entendes que cada persona tiene su camino— concluyó.

Es cierto que viajando las despedidas toman otro carácter. Porque estando en movimiento conoces y despedís a mucha gente. Entonces uno se va ablandando y las despedidas se vuelven más livianas, a medida que suceden una trás otra.

Lalo nos llevó a conocer el espacio, mostrándonos con detalle cada sector. El hombre, vegetariano, cría animales y cosecha verduras. La plantación de «ajos elefante» (así los llama él), es su fuerte.

Foto: Cosecha de «ajos elefantes»

Lalo vive sólo, pero nunca está solo. Lo ayudan dos personas a trabajar la tierra y a cuidar el espacio que es muy grande. Recibir viajantes es para él una parte fundamental del proyecto. Y no los hace trabajar en plan voluntariado, sino que simplemente les da techo, baño y cocina en lo que él llama «El Granero»: una construcción circular que iba a ser usada para almacenar cereales cosechados y que finalmente se convirtió en una casita para que vivan las persona como nosotres.

— Lalo: ¿Por qué construiste tu casa y el granero en forma circular?— le pregunté un día fascinado por dichas construcciones hechas en adobe.

— Porque tenemos la cabeza cuadrada, y vivir en entornos circulares ayuda a abrirla un poco más—respondió rápidamente.

Foto: En «El granero» donde Lalo recibe a les viajantes

«Una cosa que me aporta la gente viajera que pasa por acá, es que dejan buena energía en el espacio», dice Lalo con ojos húmedos. Aprendimos mucho de ese compartir y de cómo generar un espacio donde se respire una energía de bienestar y placer.

Finalmente, aunque habíamos ido sólo a conocer el lugar, Lalo nos ofreció estacionar la camioneta en su garage y convivimos todes en armonía: una noche amasamos pizza, que Lalo cocinó en su horno de barro, hicimos caminatas, tuvimos muy buenas charlas sobre feminismo y vínculos, y aprendimos mucho de geografía, clima y geología.

Cuando nos fuimos de Eureka, ya en la camioneta bajando de nuevo a Purmamarca a pasar fin de año, le dije a Nicole: “lo voy a extrañar a Lalo”, y ahí me acordé lo que él dijo sobre el desapego y de la madurez que tenía ese hombre para querer a la gente sin necesidad de tenerla todo el tiempo cerca de él.

Foto: Vista de los cultivo en Eureka una mañana cualquiera

La Nona: Sucre, Bolivia. Febrero 2022

Foto: Yaku, La Nona y Nicole justo antes de comer la primera cena juntes

Volvíamos de nuestra AVENTURA EN EL MUNDO QUECHUA, BOLIVIA, era de noche, luego de cenar fuimos directamente hasta Yotala, un pueblo aledaño a Sucre, pequeño, poco turístico, pero pintoresco.

Una amiga de Nicole que estuvo en Bolivia justo antes del inicio de la pandemia, nos habló de La Nona. Dijo cosas así como: «es la abuela de todes» o «no pueden pasar por Sucre sin ir a verla».

La Nona nos había advertido por WhatsApp que para llegar a su casa había que ir por un camino que atraviesa el río. Que el camino está en muy mal estado y muchas veces el río crece con las lluvias y es imposible cruzarlo.

En una conversación telefónica, La Nona nos dijo: «veámonos en la entrada del pueblo y ahí decidimos si cruzan el río con su camioneta o se suben a mi Jeep». Llovía, estaba totalmente oscuro en Yotala, detuvimos la camioneta donde nos dijo y ahí la esperamos.

Foto: Yotala visto desde arriba, tomada desde un sendero a pocos metros de la Huerta de la Nona

Apareció un Jeep blanco del cual se bajó una señora de unos 65 años: pelo gris, tes blanca, un vestido colorido y unos movimientos que se veían algo torpes bajo la lluvia, pero sin perder la elegancia. Del lado del acompañante se bajó una chica, más bien morena, guapa, de baja estatura, a la que le calculé no más de 25 años.

Nos abrazamos les 4 como si ya nos conocieramos de antes y rápidamente La Nona sentenció que no podríamos cruzar con nuestro vehículo el río y nos dijo que no nos preocuparamos por dónde dormir, ella nos daría una habitación en su casa.

Metimos la camioneta en un garage en Yotala por sólo 10 bolivianos la noche (unos 300 pesos argentinos) y nos subimos al Jeep con La Nona y su acompañante, Yaku. La joven efectivamente tenía 25 años, era cordobesa y estaba como voluntaria en la Huerta de La Nona.

Foto: Nuestra última noche en la huerta, fogón cumpleañero del Ian, ahijado de la Nona.

Nacida en Cochabamba, descendiente de españolas y yugoslavas, la llamaban Doña Su, La Nona, Señora Susi. Siembre divertida, verborrágica, inteligente y algo olvidadiza. La encontrábamos cada día en su huerta, sosteniendo su copa de vino, lanzando al aire un “¡caráspita!” o contando una conmovedora historia que escuchábamos con atención.

La huerta era su mundo, ella hablaba de la huerta como si esta última tuviera vida propia. Como si la que organizara los días de trabajo y de descanso, qué hay que sembrar y cosechar o quién tiene que trabajar y quién no, fuera la huerta y no La Nona. Como si en vez de ser la La Huerta de la Nona, fuera La Nona de la Huerta.

Foto: Posando con el Kale

Y Doña Su, como Lalo, vivía sola pero nunca estaba sola. Siempre la visitaban amigas, amigas que llegaban a las 6 de la mañana para desayunar y se iban a las 8 de la noche, después de cenar. Sus carcajadas compinches se podían escuchar desde todos los rincones de la huerta. La Nona las hacía colaborar en algo como recolectar duraznos o pelarlos, claro, porque justamente la huerta no es una casa con una quinta. La Huerta de la Nona, necesita el cuidado y el amor de todes quienes la visitan.

Para mantener una plantación de casi dos hectáreas (muy diversificadas) hay que trabajar mucho. Nuestra primera mañana ahí, por ejemplo, plantamos un árbol. Había que cavar un pozo de 50cm de diámetro por 50cm de profundidad. La Nona siempre te daba algo para hacer y, aunque nosotres no éramos voluntaries, porque estábamos con nuestros respectivos trabajos online, siempre colaboramos en lo que estaba a nuestro alcance. Sobre todo, con la cocina.

La cocina de La Nona era bien barroca. Llena de elementos por donde mires. Bien versátil, donde se podía cocinar casi cualquier cosa. Y digo casi porque en la cocina de La Nona, no entra la carne. Ella decía que era la directora de la orquesta, porque nos daba un par de tips y nos guiaba en el quehacer culinario. Pero también cocinaba unos platos especiales para todo el mundo, como su ya tradicional sopa de maní.

Foto: La cocina de La Nona

Aprendimos mucho de su vegetarianismo. Lo más lindo era poder comer de la huerta. Deciamos con Yaku y Nicole: “voy a sacar acelga”, “ah, tráeme algo de rúcula”, o “voy a buscar brócoli para hoy”. Kale, maíz, papa, duraznos, manzanas, tomates, especias de varios tipos; la huerta nos daba todo. Ahí es cuando entendes que podes vivir de la tierra.

A veces me tocaba cocinar y no era seguro el número de comensales que habría, porque la puerta de la casa de La Nona estaba siempre abierta. Hacíamos equipo con Yaku y le dábamos de comer a todes les que se sentaban en la mesa y veíamos, con placer, como en sus caritas se dibujaba una sonrisa de satisfacción por esa buena comida en compañía.

Estuvimos casi 3 semanas completas viviendo en esa huerta mágica y le agradezco a La Nona de corazón por mostrarme un mundo donde se puede ser feliz, si todes aportan un poco de su energía, su voluntad y su amor.

Foto: La Vaca Alfonsina (habitante de la huerta) y La Covachata (nuestra casa rodante) de fondo, tomada desde la cabaña donde dormíamos